Experiencia religiosa en Barranquilla

Creo que también yo resucité al tercer día, aunque nunca llegaré a saberlo con certeza. Han pasado ya muchos años y todavía sigo preguntándome si realmente estuve allí o sólo fue un sueño de  Dyonisos,  cuyo duende habitó  en  el fondo de una botella  a la que me mantuve aferrada desde que puse los pies en Barranquilla. “Tres esquinas”, se llamaba el ron.
Estábamos en vísperas de carnaval y el aire olía a fiesta. Nunca me han interesado los carnavales pero en aquella ocasión apenas opuse resistencia. Acudí al ron, con cuya ayuda olvidé el agobio de la climatología y sobre todo, el pavoroso sentido del ridículo que me atenazaba. En cuestión de arrojo, siempre he sido muy cateta. 
Todo había empezado veinticuatro horas antes, cuando abrí la puerta de mi cuarto y ví el disfraz de “cumbiambera” desmayado sobre la cama como un cadáver de colores. Estremecida, maldije la idea que me había llevado a Barranquilla y traté de improvisar una coartada. Pero ya era tarde y no podía dar marcha atrás, así que busqué con la mirada a Montse y sin pronunciar palabra, la arrastré conmigo hacia la calle. Si el ridículo tenía que consumarse, que al menos me pillara con calzado cómodo.
Montse no entendía mis “neuras” pero trataba de soportarlas hábilmente. Para ella, que me había acompañado en tantos viajes, aquella era una magnífica ocasión de poner a prueba su vocación de plusmarquista. Acostumbrada a correr maratones, subír y bajar montañas, devorar parques temáticos y atravesar ciudades, la invitación a participar en la Danza del Garabato constituía una divertida proeza.
Mientras Elsa se hacía fuerte con el machete, su marido iba y venía por la casa en ropa interior, como Robert de Niro cuando hace el papel de gañán neoyorkino. El marido de Elsa no tenía nada que ver con Robert de Niro pero también gastaba aires de chuleta y hablaba sin parar, casi siempre a la contra, pavoneándose de su cultura europea. Aunque no recuerdo su nombre, conservo intacta la imagen de aquel tipo. Era maniático y todos los días nos despertaba con ópera. Eso fue lo más pintoresco de nuestra estancia en Barranquilla. A las seis en punto de la mañana, cansado seguramente de hacer tiempo para desayunar, daba rienda suelta a su pasión de melómano y nos sacaba de la cama a golpes de “Parsifal”.  Nunca olvidaré aquellos  despertares convulsos. La música atravesaba la puerta de la habitación, se colaba por los agujeros de la mosquitera y hasta el ventilador que refrescaba  nuestro sueño se agitaba con  movimientos trémulos. A la tercera nota, Montse y yo ya estábamos en pie, disputándonos la ducha.
La Mamá Grande y su marido eran dos arquetipos propios de la tierra. Ella, vigorosa y de rasgos abultados y sonrisa fuerte. El, flaco y picudo, con los huesos asomándole por la “samarreta” y el gesto estreñido. Parecían dos ejemplares escapados de un relato literario. Ellos no eran, sin embargo, los únicos moradores de la casa. También había dos mucamas perezosas y una anciana adscrita a una mecedora. Una mujer dulcísima que formaba parte del paisaje. No pertenecía a la familia pero todos la trataban como si fuera una abuela. Mamá Grande la había recogido porque vivía sola en el vecindario y tenía la movilidad reducida. La recuerdo cosiendo siempre, hilvanando conversaciones en la mecedora, que era la atalaya desde la que veía pasar la vida. Se llamaba Inés de Zalazar.   Seguramente descendía de un conquistador que había sembrado el país de hijos. Eso explicaría que tuviera grabada en su memoria genética la curiosidad por España.
Ines de Zalazar (que no de Salazar) fue nuestra mayor entusiasta la tarde que salimos en busca del Garabato. Nos habíamos congregado todos en el porche: Elsa (Mama Grande) y su hermana, la amiga que traíamos puesta desde Barcelona y que declinó participar en la juerga  (tenía poderosas razones para ello: en Barranquilla  se sentía perseguida por muchas miradas), las mucamas e Ines de Zalazar.  Ellas nos impartieron su bendición en forma de consejos: que si el vestido, que si los pendientes, que si la forma de andar, de bailar, de presumir. No eran todavía las cuatro de la tarde y la humedad  se me pegaba al cuerpo como una lapa. Me sentía Carmen Miranda, prisionera en una cárcel de volantes y con un racimo de frutas en lo alto de la cabeza.  Calzado plano, eso sí.
Todos los ritos de carnaval sintetizan el misterio de la transgresión y el éxtasis. El carnaval de Barranquilla, y concretamente, la danza del Garabato, preludio del carnaval (coincide con la Candelaria) combina herencias afroamericanas y españolas en una expresión sarcástica que representa la lucha entre la vida y la muerte. Hay color, máscara (los hombres llevan la cara tiznada), risas y baile. Los tambores y danzas rituales se funden con la cumbia, los colores de la bandera de Barranquilla, con el color fósforo de los esqueletos, las faldas con los bombachos, la capa con la espada  y los negros con los blancos.
En la Danza del Garabato la negrura es puro eufemismo.  Apenas  había negros en las comparsas y los que yo creí ver, eran tan falsos como en España lo es el Rey Baltasar, tradicionalmente interpretado por un blanco untado de betún y con una toalla enroscada en la cabeza. La Danza del Garabato, columna vertebral de la fiesta del Country Club de Barranquilla, es patrimonio de la clase alta de la ciudad y la clase alta se ha mantenido siempre blanca por la gracia de Dios. Todo eso lo aprendí leyendo y escuchando. Lo que aprendería más tarde (bebiendo) es el poder hipnótico de los vapores etílicos y su capacidad para diluir las diferencias..
Me colgué pues un saquito al hombro en el que guardé la botella de “Tres esquinas” contra la timidez y no volví la vista atrás. La suerte estaba echada. Ya en la calle, grupos de participantes ataviados cual farolas se dirigían a sus respectivos puntos de encuentro.  Montse y yo, perdidas en la simetría del trazado urbano, llegamos tarde a nuestra primera meta volante y lo hicimos como dos turistas que hubieran sido lanzadas en paracaídas. O sea, surrealismo puro.
Era una casa particular en cuyo porche habían dispuesto  una mesa con el avituallamiento  necesario para coger fuerzas y soportar el cansancio que nos esperaba. Una vez hechas las presentaciones, nos unimos al cortejo. Todo hay que decirlo: el recibimiento fue cálido y obsequioso. Elsa  había tenido buen ojo al elegir el grupo que nos acogería. Allí conocimos a cumbiamberas hermosas y hombres repetidos, pues todos llevaban la cara blanqueada y resultaba  imposible distinguir a unos de otros. También allí descubrimos que  la fiesta del Garabato  recibe el nombre del palo de madera, con gancho en el extremo, que portan los hombres de la danza. Luego vendrían más detalles. Pero eran las cinco de la tarde y empezaba el baile.
Hasta aquí lo que recuerdo. Enseguida dio comienzo el largo desfile que habría de llevarnos al Country Club, corazón de la fiesta. No se cuánto duró el paseo, pero tampoco mostré interés en averiguarlo. Cuando quise darme cuenta ya estaba en el asfalto dejándome abducir por aquella marcha abrasiva.. Había mucha gente mirando el desfile de las cumbiambas. Yo avanzaba sin perder el compás, hablaba con el público que nos rodeaba, ofrecía ron y daba vueltas sobre mi propio eje forzando el desmadre. Parecía que de un momento a otro iba a levantar el vuelo: tal era mi ensimismamiento. Algunos me preguntaban de donde había salido y yo, incapaz de articular  la dirección de Elsa,  me limitaba a pronunciar  la contraseña:  Mama Grande.
A lo largo de la tarde perdí  a Montse, la recuperé, nos abrazamos y ella trató de sujetarme como si fuéramos  hermanas siamesas. Advirtiendo que uno de mis volantes se había soltado, tiró de él y lo enrolló alrededor de su muñeca. Así anduvimos mucho rato, atrapadas ambas en el mismo volante. Hasta que la fiesta subió de tono, nos devoró el tumulto y volvimos a perdernos.
No se cuanto tiempo tardé en recuperarla. Supongo que un par de horas, quizás  más. Cuando de nuevo  la encontré, ya habíamos llegado al Country Club y la gente era una masa de colores en un mar de sudor. Yo estaba en medio del escenario, aferrada a un micrófono y dirigiéndome a la concurrencia con gracejo impostado. Para tratarse de una catalana, no estaba mal. Dije que buscaba “parejo” (en castellano de España, pareja) y animé a seguir bailando. Montse comentaría luego que me vió desde lejos y estuvo a punto de echarse a llorar.
Juntas regresamos a casa. La mamá Grande e Inés de Zalazar aún no se habían acostado. Me miraron como se mira a un herido de guerra.  El tocado del pelo se me había desprendido y llevaba el volante recogido en el brazo. Los cordones de las zapatillas, sueltos. Ni rastro del saco que llevaba al hombro ni de la botella de “Tres esquinas”. Eran los efectos colaterales de una  experiencia religiosa.  
Carmen Rigalt

6 comentarios:

Edgar Cortina dijo...

Vaya relato... Me ha encantado!!!

Maria Luisa dijo...

Vaya experiencia estupenda!
Y entiendo tanto lo del ron.... aunque nunca había pensado que quizá sea la parte catalana de mi alma... que me empuja hacia el alcohol para bailar....
gracias por compartir

Anónimo dijo...

Yo nunca me he emborrachado tan divertido
Javier

Daniel H dijo...

Estoy con Edgar. Gracias Carmen, por contarnos tu vivencia con tantas pinceladas de sensaciones.

ana dijo...

Qué envidia de carnaval, de Barranquilla, de borrachera... La verdad es que recuerdo el "tres esquinas" en una rumba en chiva en Cartagena... Qué ganas de Colombia...

Fátima dijo...

que delicia leerte, gracias Carmen!