Este año, como el anterior, he optado por la penitencia local: Semana Santa en tierras angoleñas. Para rizar el rizo he ido de camping. La conclusión es que me he aburguesado. Lo de dormir en tienda de campaña no es lo mío. Mis épocas de boy-scout son historia. El viaje fue una auténtica aventura. Conmigo viajaban cinco sujetos, tan o más aburguesados que yo. Cada vez que había que montar o desmontar una tienda se nos venía el mundo encima.
El viaje ha merecido la pena. Optamos por conocer la otra Angola, es decir, la rural. Lo que más me gustó fue un pueblo llamado Gabela. En pocas palabras, un pueblo estancado en los años 70. Decadencia pura del colonialismo portugués: rótulos de tiendas cerradas hace décadas, casas con la metralla de la guerra, estación de tren sin vías ni vagones, salón de té con las mismas mesas y sillas que hace 30 años. Todo estaba ruinosamente intacto.
La ruta hacia el interior no tuvo desperdicio. A media hora de la costa, el paisaje se volvió verde. Me recordaba a Sao Tomé. El recorrido era una sucesión de quimbos (poblados con casas de paja) donde de vez en cuando te encontrabas un mercadillo con fruta. A mitad de camino nos bañamos en una cachoeiras (cataratas) espectaculares.
Así llegamos a nuestro primer punto de destino, una especie de balneario. Me imagino que en su día fue un balneario de colonos. Hoy sólo queda algo que llaman piscina donde caen aguas templadas y calientes que manan de la montaña. El baño lo compartías con peces y todo tipo de anfibios que vivían al calor de aguas semi estancadas. Especialmente gozoso fue el chapuzón de mañana con la legaña puesta.
La noche que pasamos al borde de aquella piscina, la podría describir como una noche bucólica a la luz de la luna entre ruidos de ranas (o sapos), cabras y todo tipo de animales. Nada más lejos de la realidad. Como era de esperar, la tienda de campaña se convirtió en un lugar no apto para dormir. Algo puse de mi parte. Se me olvidó el saco y decidí dormir sin pantalón largo. La tienda la clavamos en una pequeña pendiente húmeda al lado de un pozo de aguas fétidas.
El "balneario" estaba en un pequeño pueblo llamado Conda. El culo del mundo. El punto de reunión de los paisanos era la televisión del bar. Allí estaba reunido la mitad del pueblo disfrutando de una telenovela brasileña. Parecía un partido de fútbol. Los besos eran goles, los cuernos abucheos y las escenas de cama penaltis.
La ruta hacia el interior no tuvo desperdicio. A media hora de la costa, el paisaje se volvió verde. Me recordaba a Sao Tomé. El recorrido era una sucesión de quimbos (poblados con casas de paja) donde de vez en cuando te encontrabas un mercadillo con fruta. A mitad de camino nos bañamos en una cachoeiras (cataratas) espectaculares.
Así llegamos a nuestro primer punto de destino, una especie de balneario. Me imagino que en su día fue un balneario de colonos. Hoy sólo queda algo que llaman piscina donde caen aguas templadas y calientes que manan de la montaña. El baño lo compartías con peces y todo tipo de anfibios que vivían al calor de aguas semi estancadas. Especialmente gozoso fue el chapuzón de mañana con la legaña puesta.
La noche que pasamos al borde de aquella piscina, la podría describir como una noche bucólica a la luz de la luna entre ruidos de ranas (o sapos), cabras y todo tipo de animales. Nada más lejos de la realidad. Como era de esperar, la tienda de campaña se convirtió en un lugar no apto para dormir. Algo puse de mi parte. Se me olvidó el saco y decidí dormir sin pantalón largo. La tienda la clavamos en una pequeña pendiente húmeda al lado de un pozo de aguas fétidas.
El "balneario" estaba en un pequeño pueblo llamado Conda. El culo del mundo. El punto de reunión de los paisanos era la televisión del bar. Allí estaba reunido la mitad del pueblo disfrutando de una telenovela brasileña. Parecía un partido de fútbol. Los besos eran goles, los cuernos abucheos y las escenas de cama penaltis.
De la jornada posterior, lo más alucinante fue la visita a la Roça. Es la palabra portuguesa que describe las plantaciones que los portugueses explotaron durante la época colonial en África. Fundamentalmente cacao, café y similares. En Gabela está la Roça más grande del mundo. Una ciudad con escuelas, hospitales, estación de tren y hasta pista para avionetas. La explotación cerró a finales de los 70 y estaba tal cual se abandonó. Bueno, un poco deteriorada por la guerra. La Roça se dividía en dos partes: la de los trabajadores negros y la de los jefes blancos. Las diferencias eran notables. La escuela conservaba el mobiliario de la época: pupitres, pizarras, campana y baños. Por fuera, la marcas de los tiros de la guerra.
Visitada la Roça, volvimos a la cruda y hortera realidad angoleña: una ciudad costera llamada Sumbe. Nuestros conocimientos y destreza de boy-scouts volvieron a ponerse a prueba. Ahora decidimos como lugar más adecuado para plantar las tiendas, la mitad de la playa. Rodeados de basura y sin ningún árbol que nos diera sombra. Tras las copas de rigor y con el cansancio acumulado pensábamos en una noche confortable y plácida. Habíamos abandonado la hierba mojada. Ahora tocaba la blanda arena.
El espejismo duró unos veinte minutos, el tiempo que tardamos en empezar a sudar. El frío de la noche anterior me llevó a ponerme una camiseta de rugby para dormir. La mezcla de sudor, olor a pies y mosquitos hizo el resto. Es probable que en diez días tenga malaria. El amanecer incrementó el calvario.
La vuelta a Luanda incluía una visita de trámite a unas grutas. Su búsqueda se convirtió en una odisea. Nuestra idea era preguntar a los lugareños. Nos adentramos en una carretera de esas que llevan al fin del mundo. En 30 kilómetros nos topamos con un par de personas. Por supuesto, no tenían ni idea de la gruta. Entonces decidimos regresar. Cerca del punto de partida, un amable voluntario, muy seguro de sí mismo, se ofreció a guiarnos. Peor el remedio que la enfermedad. La aventura se frenó cuando el coche quedó atrapado en un lodazal. Pensé en lo peor. Gracias a mi pericia al volante, logramos salir indemnes.
A pesar de los reveses, no cejamos en nuestro empeño y seguimos buscando la gruta. Así, llegamos a un poblado compuesto por un par de casas. De una de ellas salió un ufano caballero que se ofreció a llevarnos. Ahora la duda era adonde nos conduciría aquel señor que sólo hablaba umbundu y que tenía una melopea considerable. Para nuestra sorpresa, el sujeto empezó a bajar la montaña como una cabra montesa con la sola ayuda de unas hawaianas. A medida que bajábamos, lo único que sentía eran las picaduras de los cactus. Todavía tengo un montón de púas incrustadas. Espero que salgan sin necesidad de mi ayuda. Intenté sacarme tres. Hoy tengo tres agujeros.
Visitada la Roça, volvimos a la cruda y hortera realidad angoleña: una ciudad costera llamada Sumbe. Nuestros conocimientos y destreza de boy-scouts volvieron a ponerse a prueba. Ahora decidimos como lugar más adecuado para plantar las tiendas, la mitad de la playa. Rodeados de basura y sin ningún árbol que nos diera sombra. Tras las copas de rigor y con el cansancio acumulado pensábamos en una noche confortable y plácida. Habíamos abandonado la hierba mojada. Ahora tocaba la blanda arena.
El espejismo duró unos veinte minutos, el tiempo que tardamos en empezar a sudar. El frío de la noche anterior me llevó a ponerme una camiseta de rugby para dormir. La mezcla de sudor, olor a pies y mosquitos hizo el resto. Es probable que en diez días tenga malaria. El amanecer incrementó el calvario.
La vuelta a Luanda incluía una visita de trámite a unas grutas. Su búsqueda se convirtió en una odisea. Nuestra idea era preguntar a los lugareños. Nos adentramos en una carretera de esas que llevan al fin del mundo. En 30 kilómetros nos topamos con un par de personas. Por supuesto, no tenían ni idea de la gruta. Entonces decidimos regresar. Cerca del punto de partida, un amable voluntario, muy seguro de sí mismo, se ofreció a guiarnos. Peor el remedio que la enfermedad. La aventura se frenó cuando el coche quedó atrapado en un lodazal. Pensé en lo peor. Gracias a mi pericia al volante, logramos salir indemnes.
A pesar de los reveses, no cejamos en nuestro empeño y seguimos buscando la gruta. Así, llegamos a un poblado compuesto por un par de casas. De una de ellas salió un ufano caballero que se ofreció a llevarnos. Ahora la duda era adonde nos conduciría aquel señor que sólo hablaba umbundu y que tenía una melopea considerable. Para nuestra sorpresa, el sujeto empezó a bajar la montaña como una cabra montesa con la sola ayuda de unas hawaianas. A medida que bajábamos, lo único que sentía eran las picaduras de los cactus. Todavía tengo un montón de púas incrustadas. Espero que salgan sin necesidad de mi ayuda. Intenté sacarme tres. Hoy tengo tres agujeros.
Por fin, en el fondo de un cañón, alcanzamos una cueva inmensa cuyo final no se adivinaba. Al principio, había una especie de lago donde nacía un rió que se perdía por debajo de la cueva. Desgraciadamente, no vimos ningún cocodrilo. De la gruta salía un estruendo formado por los gritos de miles de murciélagos que por allí pululaban. El suelo era una alfombra de cagadas de murciélago entre las que se movían bichejos con apariencia de cucarachas. Sobre la tierra se dibujaban los zig-zgas de las serpientes que afortunadamente dormían bajo tierra. El aldeano decidió descalzarse para andar con mayor facilidad por la tierra playera de la cueva.
En la otra parte de la cueva, volvió a aparecer el río. Frente a la placidez de las aguas del inicio, ahora nos encontramos unos rápidos. Con pocas fuerzas regresamos montaña arriba. Aquella interminable subida de 20 minutos se me hizo eterna. A pesar de la borrachera, el hombrecillo volvió a subir como si de una pequeña pendiente se tratase. La recompensa, como no podía ser de otra manera, fueron un par de cervezas calientes. Se las bebió en menos de un 1 minuto.
Y así acabo el viaje. Me cansé de escribir
Antonio Casado
Antonio Casado
6 comentarios:
Muy bueno.
La verdad es que me ha encantado leer una descripción tan sincera.
La pobreza da para mucha literatura, pero no es nada bonita, aunque a juzgar por los lugareños mejora bastante con alcohol...
Me alegro de que tengas una casa a donde volver.
ML
Bienvenido al mundo. La verdad es que da gusto leer estas descripciones de lugares donde jamás irás, por muchas ganas que te entren cuando las lees y planes que proyectes de mil maneras: nunca irás.
Yo no fui boy-scout, pero si me gusta la acampada semiburguesa: eso que cuentas podría ser un relato de cómo sería el infierno, eso sí, con gentes pobres pero amables. Pensar que eres el primero en ver lugares abandonados hace más de 30 años, tal cual los dejaron sus pobladores, debe ser una experiencia excepcional. Gracias por compartirla con nosotros.
Javier
Qué aventura!!! Es muy divertida leerla pero vivirla seguro que lo es menos...pero más interesante.
Por cierto, tienes malaria???
Raquel
Creo que sí. Es que es difícil detectarla.
Una curiosidad: Origen de palabra malaria.
En 1898 el patólogo inglés Ronald Ross descubrió que la malaria era causada al ser humano por las picaduras del mosquito anófeles, mediante las cuales se inocula en el organismo uno de los tres tipos de Protozoario que ocasionan la dolencia: el Plasmodio vivax, el Malariae y el Falciparum.
Hasta entonces, se creía que la malaria era trasmitida por el aire, como explica su nombre, que deriva de la locución italiana mal aria (mal aire). El otro nombre de la enfermedad, paludismo, proviene del latín palus (laguna, estanque, pantano), pues se creía que era el aire de esos lugares el que causaba el mal, y no los mosquitos que proliferan en las aguas estancadas. Palusdio origen también al nombre del puerto de Palos de Moguer, situado en las marismas onubenses, de donde Cristóbal Colón partió en 1492.
muy bueno el relato por tierras angoleñas, entretenido y hasta emocionante en algunos momentos como en las novelas.POM
Lo que me he reido, oye
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