“Villa Real de Minas de Nuestra Señora de la Limpia Concepción de Guadalupe de los Álamos de Catorce”. Así se llama uno de los pueblos más singulares de México. Para abreviar, la gente lo conoce como “Real de Catorce”. Ni rastro de pirámides, catedrales, murales revolucionarios o cuadros de Frida. Se trata de un antiguo reducto minero escondido entre montañas, a 3.000 metros de altura. Desierto, cactus y peyote sobre un paisaje lunar. El “far-west” en estado puro.
Año tras año, los indios huicholes recorren los 400 kilómetros que separan sus comunidades de los montes que rodean a “Real de Catorce”. Un mes de dura peregrinación durante el que apenas comen y beben. El punto de destino es un cerro con forma de elefante atravesado por el Trópico de Cáncer. Los huicholes insisten en las propiedades telúricas del lugar. Después de atiborrarse de peyote, es lógico sentirse Aníbal Barca cruzando Los Alpes.
Nuestra excursión fue más placentera. Empezó en la colonial y rosácea Zacatecas. Tres horas en coche por rectas infinitas que se perdían entre el calor del asfalto. Los bosques de cactus nos recordaban que estábamos en el norte, allí donde el desierto se apodera de todo y la vida apenas late en algunos ranchos sometidos a condiciones extremas.
De pronto, una cadena montañosa rompe la uniformidad del entorno. El asfalto se trasforma en empedrado y uno cree estar en un decorado de cine. Es de noche y la vida adquiere unos perfiles desdibujados y quietos. Sin embargo, la secuencia sufre una sacudida y el ejército nos devuelve abruptamente a la realidad. En el México del Bicentenario todos somos sospechosos de narcos, especialmente en plena noche, viajando por una carretera secundaria a bordo de un coche destartalado.
Todo era extraño en aquel paisaje remoto. Cuando empezábamos a temer que “Real de Catorce” sería una leyenda, un túnel de 2.300 metros excavado a pico y pala, nos depositó en el siglo XIX. Ahí se ha detenido el pueblo tras su abandono después de la revolución mexicana de 1910. El centenario túnel se llama “Ogarrio”, aldea cántabra donde nació el padre de la obra.
“Catorce” fue fundada por los españoles a mediados del siglo XVIII. En aquella época, bastaba un martillo para enriquecerse. La plata brillaba a ras de suelo. Al olor del metal, la zona se convirtió en un hervidero de buscavidas gobernados por la ley del más fuerte.
El inicio de la lucha independentista sumió a la región en una profunda crisis. La recuperación llegó en la segunda mitad del siglo XIX, edad de oro de “Real de Catorce”. Testigos de esos tiempos gloriosos son la plaza de toros, el palenque para peleas de gallos, la casa de la moneda y la iglesia del milagroso San Francisco de Asís. Pero la etapa de prosperidad fue corta. De la noche a la mañana, las montañas se vaciaron por la violencia revolucionaria y el desplome del precio de los metales.
Sólo hace unos años, el enclave empezó a recuperarse para el turismo y el cine. Lo que permanece en ruinas son muchas de sus casas, el pueblo fantasma o la multitud de minas abandonadas. Eso forma parte de la postal sepia que ya ha pasado a la posteridad.
Pero había más encantos. La magia catorceña nos atrapó hasta que sucumbimos al peyote. La búsqueda del cactus alucinógeno resultó una aventura de alto riesgo. Unos 10 kilómetros a prueba de vértigo por un sendero de cabras reservado a los míticos jeep “willys”. Me sentí como en una diligencia de los spaghetti western. El “willy” era una suerte de camarote de los hermanos Marx, así que nos acomodamos en el techo y la escalera. Siempre sería más fácil saltar si aquel artilugio enfilaba el barranco. Nuestros traseros bailaban al ritmo del traqueteo y los frenazos. El vacío se asomaba detrás de cada curva. Fuimos con el corazón en la garganta hasta que alguien nos tranquilizó recordando la fiabilidad de los “willys” durante la segunda guerra mundial.
Milagrosamente, llegamos sanos y salvos. Para celebrarlo nos lanzamos a comer peyote. El alucinógeno sabía a demonios. Ni el chocolate ni el agua lograban camuflar la amargura de un cactus alimentado por los excrementos de animales. Tras semejante heroicidad, no era de extrañar que las náuseas aparecieran en el viaje de regreso. Y aparecieron.
Por suerte, los efectos del peyote diluyeron los peligros de la ruta. Para disfrutar de la noche, de nuevo nos alojamos en la azotea del “willy”. Las estrellas se multiplicaron, el rojo pálido evolucionó a rosa fluorescente y los ladridos de algunos perros se convirtieron en el rugido de una jauría de lobos. En fin, un concurso de idioteces con regusto a flor de mezcal (peyote).
En “Real de Catorce” se rodó la peor película de la historia, “The Mexican”. A pesar de ello, recomiendo visitarlo. Ni Julia Roberts ni Brad Pitt tomaron peyote.
Antonio C.
9 comentarios:
Que viaje mas chulo...ahora que la descripción del otro "viaje" no tiene perdida tampoco...ja, ja, ja...con la de litros de tinta que han corrido...
Gracias por compartirlo,
Soniapt
qué envidia de viaje!
Yo no tuve la oportunidad de gozar de ese viaje ni de esa compañía tan estupenda pero tengo un recuerdo maravilloso de Real del Catorce. Verdaderamente es un lugar especial. Antonio, lo describes muy bien, se percibe perfectamente esa sensación de sentirse transportado a otra época, la de los western de las diligencias. Volveremos.
Una pena no ir con vosotros a Real, pero gracias a tu artículo, no puedo irme de México sin visitarlo! Saludos
Excelente descripción, Toño, como siempre. México sigue siendo una caja de tesoros inacabables ¿Todavía no te han fichado los responsables del turismo de ese país? Besos.- Antonio.
Muy chulo Antoine!!! Ha sido como viajar al siglo XIX durante un instante. Seguro que a Gregorio de la Maza y Gómez de la Puente le hubiese gustado. Gruesse aus Valencia!
Qué aventuras tan chulas vives en Méjico!!!!!!!!!!
Me da envisia todo.
Ra
Que interesante! Y me encantan las fotos y la música!
Nosotros finalmente no pudimos ir y después de leer tu viaje y ver esas fotos aún me da más pena de no haberlo hecho.
Soy lenta pero segura eh!
Matilde
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