Tesoros de las culturas del mundo



Sala Arte Canal, Paseo de la Castellana, 214. Madrid
Hasta el 10 de mayo, de 10.00 a 21.00 (6 de enero cerrado)
Entradas seis euros (tres euros con descuento)
250 tesoros procedentes del Museo Británico, se exhiben desde ayer en la sala Arte Canal, dentro de la exposición Tesoros de las culturas del mundo. No están los frisos del Partenón, ni el Discóbolo de Mirón, ni la piedra Rosetta (aunque de ésta sí hay una réplica) pero la muestra realiza un completo recorrido por la historia del arte y de la humanidad.
La visita está dividida en siete salas, que permiten viajar por África, Oriente Próximo, Asia, Europa, Oceanía, América y, finalmente, la época moderna. El visitante se encuentra nada más llegar con dos hachas encontradas en la Garganta de Olduvai (Tanzania). Su fabricación se remonta a entre 1,6 y 1,4 millones de años antes de Cristo. La edad de Piedra temprana. Pero no son simples instrumentos. Sus formas son elegantes, sus materiales (lava y cuarzo), complejos de cincelar. Son una de las primeras muestras de la cultura material humana. Desde ellas hasta el jarrón Galaxia (2006), del japonés Tokuda Yasokichi III -que ha sido nombrado por su gobierno Tesoro Nacional Viviente-, hay millones de años de evolución estética. Muchos para cualquier museo. Aunque el Británico, que cumple 250 años de vida, puede preciarse de albergar una portentosa colección. Parte de ella ha recorrido diversos países de Asia y América con esta exposición, que recala ahora por primera vez en Europa.
Tras las primitivas hachas sorprende de golpe, todavía en la primera de las salas, una muestra de arte funerario egipcio. El ataúd de madera de Djeho, decorado con inscripciones jeroglíficas, con la cara dorada y pelo azul (que simbolizan la divinidad del muerto). Y a su lado, una momia, completamente envuelta siguiendo la técnica de embalsamamiento egipcia, de la que los rayos X revelaron que pertenece a una mujer de mediana edad, con la dentadura completa, ojos artificiales y los huecos dejados por las vísceras tras su extracción, rellenos de una mezcla de lino, serrín y arena.
La siguiente parada, bajo la luz siempre tenue de las salas y con una suave música de fondo, es en Oriente Próximo, y la bienvenida la da el Guardián Divino, una estatua asiria (811-783 a. C.), que flanqueaba el templo de Nabu -dios de la escritura- en la antigua capital Kalhu (norte de Irak). Las vitrinas de las paredes albergan relieves sirios, acuarelas de la India, azulejos de Irán.
Entre las piezas europeas repartidas en la siguiente estancia destacan varias estatuas y bustos y griegos y romanos, como un Eros de la Acrópolis de Atenas al que le falta la cabeza o el rostro marmóreo del emperador Augusto.
De ahí, un nuevo salto geográfico y temporal traslada a tierras asiáticas, donde varios budas, como uno procedente de la antigua Gandhara (actual Pakistán) del siglo II, conviven con biombos japoneses de la era Meiji (1809) decorados con motivos invernales.
Dos salas más pequeñas albergan las obras de Oceanía y América. El camino desemboca en una última habitación, en la que se reúnen objetos artísticos de los cinco continentes bajo el epígrafe de Mundo moderno. Ahí tienen cabida desde unas Botas de tacón de aguja Lady Luck, del artista Teri Greeves hasta una escultura del iraní Parvis Tanavoli, maestro de lo que él define un pop art espiritual.

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